El proceso de creación a raíz de cualquiera expresión artística, sea esa una canción o una película, es un fenómeno tanto misterioso como fascinante. ¿De dónde vienen las intuiciones capaces de llenar los estadios, de desencadenar lágrimas y reflexiones, de hacernos sentir más humanos?
El mismo Leonard Cohen dijo una vez que si supiera de donde salen las buenas canciones, pues se iría en ese lugar más a menudo. Y si no lo sabe el que tantas y buenas ha escrito, nadie puede saberlo. Pero intuimos que a menudo la inspiración, ese Hallelujah que nos hace abrir de par en par los ojos y olvidar el mundo que nos rodea, sale de la necesidad, de la falta de algo. Para usar las palabras de otro grande cantautor, Fabrizio de Andrè, “de los diamantes no sale nada, del abono crecen las flores”.
Aun así, parece encontrarlo, Cohen, y a menudo, ese lugar donde se escondan las buenas canciones, en los rincones de los cuartos de alquiler donde se transcurre su existencia nómada. Que sean templos budistas o hoteles de Chelsea, terrazas en Grecia batidas por un sol abrumante, o pensiones en los suburbios, no hace ninguna diferencia. Sus canciones revolucionan alrededor de estos puntos focales al punto que se puede ver las habitaciones como el trait-d’union de su producción artística, junto con la espiritualidad, con su fe en algo más allá. Alma e involucro entonces, the holy and the broken, para usar sus palabras.
La voluntad de este tributo a la canción posiblemente más famosa de la historia, la balada que todos por lo menos una vez en nuestra vida hemos gritado presa de una emoción que no sabríamos explicar, es la de indagar uno de los infinitos caminos posibles que, a partir de una situación de desamparo, conducen al milagro de la creación.